Detrás de cada logro siempre hay un camino tortuoso. Y aquí te voy a contar la otra versión de los hechos, sin censuras.
Lo primero que tengo que decirte es un topicazo: llevo escribiendo toda la vida. (Sí, ya sé que es obvio: fui a la escuela, y allí me enseñaron caligrafía…). Pero no me refiero a eso, sino a que siempre he vivido en mi propio mundo, y ese mundo se hacía real en letras, sobre el papel.
Cuando tenía ocho años, escribí el relato de una galleta viviente que encontraba un hueso en el jardín y pensaba que era un fósil de dinosaurio. Después de que mis veintitrés compañeros de clase compartieran sus redacciones sobre lo que habían hecho el fin de semana, yo les presenté a mi galleta, y la profesora me miró con un brillo especial en los ojos. Ese día entendí que había algo diferente en mí. Y supe también que no podría deshacerme de ello jamás.
Soñar se convirtió en mi refugio… y mi tormento
Tenemos la mala costumbre de creer que lo que uno sueña y lo que uno hace son cosas distintas. Que los primeros están bien para fantasear en soledad, pero no para alcanzar grandes logros; para eso hay que estudiar, trabajar y conseguir un empleo estable.
Crecí con la idea de que ser escritora era una utopía, igual que volar, pisar la superficie de la luna o tener cola de sirena. Y para colmo, tenía la certeza absoluta de que lo que yo escribía (a escondidas, y solo para mis ojos, claro) era rematadamente malo, indigno de ser llamado literatura. Que jamás podría aspirar siquiera a parecerme a mis autores favoritos (luego aprendí que un escritor no debe perseguir parecerse a nadie, pero esa es otra historia…).
Hasta que llegó un momento en el que me dije a mí misma: «Suficiente. O te lo tomas en serio y vas a por todas, o te olvidas para siempre y dejas de lloriquear». Me apunté a mi primer taller de escritura: si realmente se me daba tan mal como pensaba, las cosas caerían por su propio peso y no pasarían de ahí. Pero al menos lo intentaría. Y resulta que ese taller, sin que yo lo hubiera imaginado, se convirtió en el espaldarazo que necesitaba para atreverme a creer que sí era posible.
Aprendí que con tenacidad, compromiso y ganas, los sueños pueden dejar de ser solo sueños
Estudié la técnica, interioricé un sistema de trabajo, reuní la confianza que me faltaba y empecé a escribir de forma compulsiva (firmé dos novelas y varios relatos en menos de un año); me apunté a más y más talleres; abrí mi primer blog y volqué en él mis experiencias como aspirante a escritora, y conocí a otras compañeras con las que pude sentirme menos sola frente a la hoja en blanco.
Tan solo dos años después de aquel punto de inflexión, tras llamar a muchas puertas y digerir unos cuantos rechazos, una gran editorial me escribió lo que tanto había anhelado leer: «Estamos interesados en publicar tu novela». Lo que más deseaba en el mundo se había hecho realidad: me había convertido en escritora. ¡No podía pedir más! Había alcanzado mi meta con apenas veinticuatro años.
Pero ese solo fue el principio de la segunda parte de la trama…
El proceso de publicación de mi novela no resultó el camino de rosas que yo esperaba. Descubrí aspectos del oficio que no me gustaron nada. Aspectos para los que nadie, en todos mis cursos y formaciones, me había preparado, y que me desbordaron. La imagen idealizada que yo tenía sobre lo que suponía ser escritor se hizo añicos.
Y entonces ocurrió lo peor que me podía pasar
ME BLOQUEÉ.
Y no hay palabras que puedan reflejar con exactitud lo terrorífico que es el bloqueo para un escritor.
Durante tres años, fui incapaz de escribir una palabra. Bueno, más que incapaz… es que ni lo intentaba, vaya. Dolía demasiado: dolía sentir que de repente la persona que había querido ser, que casi había conseguido ser, ya no estaba; dolía pensar que toda mi creatividad se había secado y que aquello que más feliz me hacía me había dejado tirada.
Quise esconderme para que nadie más pudiera hacerme daño, ¡y me esforcé en conseguirlo!
Abandoné el blog, esquivé a mis lectores, prohibí a mis amigos y familiares hurgar en la herida y me obligué a mí misma a olvidar que una vez, no hacía tanto tiempo, había acariciado las estrellas. Completé mis estudios, después busqué un trabajo, empecé a esbozar mi tesis doctoral. Borré todas las huellas de mi experiencia como escritora, como si la etapa más creativa, gratificante y extraordinaria de mi vida jamás hubiera existido.
Sin embargo, no podemos dejar de ser lo que somos.
Cada día me juraba a mí misma que no volvería a escribir, que aquello ya estaba superado, y cada noche lloraba porque quería volver a hacerlo y no sabía cómo. Durante esas noches, en más de una ocasión busqué en Google: «psicólogo terapia bloqueo escritor».
No encontré nada.
Me tiraba de los pelos. ¿En serio? Cinco años de carrera en los que yo había estudiado todo tipo de problemas y dificultades, y resulta que nadie se había parado a investigar justo lo que necesitaba en ese momento.
Así que me prometí que, si alguna vez salía de aquella espiral, lo haría yo. Yo sería esa persona que estudiara los bloqueos, y todo el machaque emocional que a veces implica ser escritor, y trataría de ayudar a otros a salir del mismo bache.
Superé el bloqueo y empecé a impartir talleres sobre todo lo que había aprendido
Superé el bloqueo por mí misma, a costa de esfuerzo y voluntad, y sentí que era importante compartir esa vivencia, y todo lo que había aprendido de ella, con los demás. Comencé a desarrollar un método que aunara lo que sabía acerca del oficio de escritor y lo que había estudiado sobre Inteligencia Emocional, gracias a mi formación y, sobre todo, a mi propia experiencia. Comencé a impartir talleres, a empaparme de la ilusión de quienes, aun sin conocerme de nada al principio, me pedían ayuda para escribir sus propias historias. Los empujé a buscar dentro de sí mismos las claves para desarrollar una carrera como escritores saludable, productiva y satisfactoria. Crecí como persona y como profesional con todos y cada una de ellos.
Porque, como decía Neruda, «el triunfo surge de las cenizas del error»
Y… sí, volví a escribir. Apasionadamente. Me reconcilié con esa parte de mí que, a los ocho años, frente a veintitrés compañeros y una profesora, supe que estaría siempre conmigo. La sequía me hizo valorar cada nueva gota de tinta como un regalo; cada nuevo proyecto, como una segunda oportunidad de ser yo misma. Y no he dejado de soñar, crear y teclear desde entonces.
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